Queridos lectores, sé que no me he dejado caer mucho por aquí a lo largo de estos meses, como todos vosotros, soy estudiante y mi obligación como tal, es aplicarme, por tanto me he visto agobiada con los exámenes y en mi tiempo libre me dedicaba a descansar, aunque algunas veces escribía un rato, pero tan poco que apenas llegaba a las dos líneas. Tengo una buena y una mala noticia, la buena creo que solo me beneficia a mí,y la mala nos perjudica a todos. El caso es que mi madre estuvo hablando con mi tutora a finales del segundo trimestre y mi profesora le dio el enlace a una página para concursos de relatos, novelas y cuentos. Como era normal, me llamó la atención, así que decidí echarle un vistazo a los distintos tipos de concursos. Me metí en la categoría de novela juvenil, y escogí uno el cual la fecha límite de entrega era el 10 de septiembre de este año, si lo escogí fue porque si conseguía ganar, mi historia sería editada, y por tanto, publicada. Es el sueño de cualquier escritor, y aunque parezca algo muy grande para mí, estoy dispuesta a trabajar todo lo que haga falta por crear una novela digna de ganar un concurso. Esta buena noticia me hace tener que abandonar temporalmente mis dos otras novelas. Es una lástima tanto para mí, como para vosotros, ya que me encantan mis dos historias, pero quiero reunir toda la concentración posible y dirigirla hacia este proyecto. Creo que moriría de la felicidad si ganase, tengo la historia hecha, o al menos la base, y espero conseguir expresarme bien. Siento no publicar en unos meses, pero no dejaré de escribir las novelas. Muchas gracias por seguir ahí incluso cuando estoy desaparecida, en serio. Deseadme suerte, y gracias de nuevo.
Besos.
Vivimos en un mundo en el cual no manda alguien, sino algo. La sociedad que nos rodea es ese algo. Aparentemente dicta cómo somos y cómo debemos ser. ¿Crees que eres guapa? Engreída. ¿Dices que eres fea? Centro de atención. Nos adentramos en ella de forma inevitable, porque por mucho que se diga todos tenemos prejuicios, pero a algunos les afectan más los comentarios que a otros. Hay quien escapa. Hay quien no.
martes, 4 de junio de 2013
miércoles, 27 de marzo de 2013
32. PENSAR.
No me suele gustar echar en cara las cosas, y menos ahora con mi hermano, por todo el asunto que ha removido a toda la familia, pero necesito restregarle mi victoria, porque conozco a mi hermano, y sé que incluso desde una camilla de hospital, se reiría de mí si no lo consiguiera. Puede sonar muy infantil, como cosa de críos pequeños que se pican entre ellos, pero es que siento que no estaré en paz conmigo mismo hasta que lo consiga. Es un pensamiento egoísta, y más ahora al ser conocido su problema, y soy consciente de ello, pero debo proseguir.
Mis intentos por acercarme a Amelia han resultado catastróficamente en vano, así que, derrotado, he vuelto por mi propia cuenta hasta casa. En el resto de clases me he girado varias veces a ver si conseguía captar su atención, pero estaba más atenta al profesor que a mis señales. Cuando posaba su mirada en la mía, arrugaba el entrecejo, me imagino que preguntándose por qué le sonreía de esa manera. A continuación soltaba un soplido, y continuaba inmersa en aquello que estuviera escrito en su cuaderno. Como Carla ya sabe que debo ir a por Amelia, cada vez que intentaba llamar su atención, intentaba aguantarse una carcajada, y cuando tiré el bolígrafo ''accidentalmente'' para poder acercarme un poco a ella, a Carla se le escapó una risotada que retumbó por toda la clase, y todas las miradas se concentraron en mí, que estaba en una pose extraña para poder alcanzar el boli sin levantarme de la silla. La profesora me pidió que dejara de hacer el imbécil, y tras la vergüenza del momento, intenté de nuevo lo de las sonrisas. Y otra vez totalmente inútil. Estoy perdiendo facultades.
Me pone nervioso la idea de tener que conquistar a una chica como Amelia. No es que no haya tratado con chicas difíciles, pero es que me parece extraño tener que liarme con la que fue mi mejor amiga de la infancia. Quizás con el resto, algunas las conociese y se hubieran convertido en buenas amigas, pero esto es distinto. Aún recuerdo cuando iba todas las tardes a su casa a merendar. Su madre siempre tenía preparado para mí un enorme bocadillo de chocolate. Por aquel entonces era como un paraíso entrar a su casa y tener aquel recibimiento, por lo que no tengo malos recuerdos respecto a aquel lugar. El caso es que ella siempre llevaba la corta melena recogida en dos pequeñas trenzas. Siempre llevaba ese peinado, era raro verla con el pelo suelto. Cuando se hacía la listilla, me encargaba de tirarle de ellas, para molestarla. Ahora me parece extraño recordarla como una amiga. Como mi mejor amiga, porque era con quien pasaba la mayor parte del tiempo. Me acuerdo que nuestras madres siempre decían que nos querían emparejar, y cuando nosotros las escuchábamos decir eso, poníamos cara de asco. Entonces fue cuando nos prometimos que nunca nos casaríamos, incluso hicimos juramento de meñiques, era algo serio. Pero al final, un día quiso jugar a las princesas. Me obligó a disfrazarme de príncipe ––aunque solamente llevaba una americana de su padre que me venía especialmente grande, una corbata, y me pintó un bigote con rotulador, que por cierto se borró tras pasar una semana–– y acabamos el juego con una ceremonia de boda. Su padre nos encontró y nos hizo una foto, y estoy seguro de que está por algún lugar de la casa.
––Mamá, apaga eso ––le ordeno a mi madre, la cual me mira perpleja––. ¿Tienes que fumar justamente cuando estoy comiendo?
––Lo siento, cielo, no me he dado cuenta ––se excusa con gesto desconcertado, no acostumbrada a recibir órdenes por mi parte, y presiona el cigarrillo contra el cenicero, apagándolo.
––Odio que fumes ––le espeto sin mirarla a la cara.
––Te prometo que intentaré dejarlo.
'Prometo que lo dejaré'. Cuántas veces habré escuchado yo esa frase proveniente de entre sus labios. No es ninguna sorpresa para mí, siempre está repitiendo lo mismo, y ya no encuentro la sinceridad en sus palabras, por lo que lo he dejado estar. La lucha de mi madre contra el tabaco siempre ha acabado mal, siempre le pido que intente dejarlo, pero cuando se pone en ello, al día siguiente me la encuentro escondida en el baño, fumándose un cigarro. La adicción de mi madre es el mayor de sus defectos. Lleva fumando desde hace mucho tiempo. Estuvo ocultándolo un par de años, hasta que un día, buscando las llaves de la casa en su bolso, mi hermano encontró una cajetilla de cigarros. Cuando me lo contó no me lo creí, porque mi madre es de aquellas personas que le ofrecen toda la importancia a la salud, y resultaría irónico e hipócrita, pero al final nos confesó su problema. A mi hermano no le importó en absoluto, porque de vez en cuando él también se fuma alguno, pero a mí me pareció horrible y decepcionante. Todavía tengo muchas peleas con ella cada vez que la encuentro dando una calada.
Termino de comer en silencio, sin dirigirle la palabra a mi madre, y ni tan siquiera mirarla, y me encamino hacia mi habitación, donde me encierro de un portazo y me desplomo sobre la cama. No es uno de mis mejores días, para nada, pero estoy seguro que tampoco es de los peores. Es tan solo un día más. Tengo la mala costumbre de darle vueltas a cualquier cosa. Lo que a veces es una virtud, lo que me previene de muchas cosas, pero me obliga a estar angustiado la mayor parte del tiempo. Decido hacer rápido los deberes de matemáticas para poder echarme una siesta cuanto antes. Mañana es viernes, es algo que me anima bastante, porque eso significa fiesta.
Los viernes normalmente paso la tarde en casa de Víctor, y por la noche nos vamos a una discoteca a las afueras de la ciudad. Mi hermano siempre se encargaba de llevarnos, pero como ahora le han prohibido el acceso a la conducción, supongo que pediremos un taxi. Me gusta salir de fiesta y tomarme algo, mentiría si dijese que no me emborracho nunca, pero no cruzo la línea que separa la leve subida del alcohol, con el desfase. Víctor opta por lo último. Siempre que ponemos un pie en una discoteca, dice la frase por la que le recordaré toda mi vida: 'Buenas noches, señores, y que no sea la última'. Lleva diciendo lo mismo desde que un día tuvieron que llevarlo al hospital porque se desmayó en medio de la calle. Cuando logró recuperar el conocimiento, se limitó a soltar una carcajada y a decirme que me quedaba mal la camiseta azul que llevaba puesta. Así es Víctor. Me preocupé bastante, que todo sea dicho, pero como no era muy consciente de lo que sucedía, iba vagando en busca de respuestas. Me gusta ir de fiesta y pasármelo bien, pero para ello no necesito beberme todo el alcohol de la ciudad.
No consigo conciliar el sueño, ya que una preocupación se apodera de mi mente. ¿Cómo lo haré? Es la pregunta del millón. Necesito una respuesta rápida y contundente, de la cual poder estar seguro de su efecto inmediato, pero no es algo que llueva del cielo. Es algo más complejo, debo estrujarme el cerebro y crear un plan. A simple vista parece menor la conquista, pero sé que la guerra es larga, y debo luchar por cada batalla. ¿Cómo me puedo meter yo solo en estos líos? No tengo tiempo para quejarme, no tengo tiempo para nada.
Me pongo en pie y me acerco a la ventana que da a la parte trasera de mi edificio. Desde aquí puedo ver el bloque de apartamentos de la calle de atrás, donde vive un amigo mío con el cual hace muchos años que no hablo. Apoyo la mano en el marco de esta, y miro dudosamente la pequeña piscina que se encuentra justo en frente de mí. El verano. Tengo ganas de que lleguen las vacaciones. Estas vacaciones deben ser inolvidables, ya que cuando acaben, comenzará la universidad, acompañada de todas sus responsabilidades. Desde hace unos años, siempre les he dicho a mis amigos que el verano antes de pasar a la universidad, haría todo tipo de cosas. Iría a todos los conciertos que quisiera, viajaría a sitios de ensueño y me olvidaría de todo. Creo que me conformaré con quedarme aquí, y disfrutar del poco tiempo que estaré con mis amigos. Decisión madura, por cierto. Nos empeñamos en proponernos metas que nos hacen creer, ilusionarnos, pero al final, al volar e intentar alcanzarlas, caemos en picado.
De pronto, fugaz, se plantea una imagen en la cabeza. Una imagen perfecta, una idea, una solución. Rápidamente me pongo alerta y salgo por la puerta de mi habitación. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Es perfecto, es sencillo, es simple, es esperanzador. Es un pequeño detalle que puede abrirme aquella ventana que estoy esperando, tras haber sido cerrada mi puerta. Camino con paso rápido y decidido hasta el salón, donde me encuentro a mi hermano tumbado con una cerveza vacía en la mano, que me mira con gesto dudoso, pero dirige de nuevo su atención a lo que sea que esté viendo en la televisión. Me inclino y me siento sobre la alfombra. Abro todos los cajones de las estanterías, buscando mi respuesta, y tras media hora en busca y captura, perdiendo la esperanza a medida que pasa el tiempo, la encuentro.
Mi salvación.
martes, 26 de marzo de 2013
31. PRINCIPIO.
––Recoged ––sentencia el profesor de física tras escuchar la llamada del timbre indicando la hora del patio.
Recojo en silencio a la vez que le devuelvo a Carla el bolígrafo que me ha prestado durante las tres primeras horas de clase, ya que el mío se ha gastado. Durante ese tiempo, he permanecido distante y tenso, cabizbajo sin tan siquiera dirigir la mirada a la pizarra. He saludado con un mísero susurro a Carla, que ha decidido no intervenir, y ha hecho bien. He usado estas tres primeras horas para meditar toda la información que he recibido esta misma mañana. Para ser breves, tengo que conquistar a Amelia, aquella chica con ojos del color de las avellanas que solamente muestra un sentimiento de odio constante hacia mi persona. Ya son muchos años así, pero esta vez me supone un auténtico problema. Es un reto difícil, pero no imposible.
Lo de que es posible, de cierto modo, es relativo, necesitaré tiempo, mucho tiempo, y el tiempo es algo que no tengo. Quedan pocas semanas para que el curso acabe, y no creo que sea sencillo conseguir acercarme a ella durante ese intervalo de tiempo. Quizás si se tratase de otra chica, habría sido más sencillo. También he pensado en pedirle a mi hermano que cambie de objetivo, pero he descartado esa idea de inmediato, ya que se va a negar rotundamente, como ya pasó una vez con Laura Aragón, una chica a la cual odiaba profundamente, y el sentimiento era mutuo. No recuerdo las raíces de ese odio, solamente sé que la odiaba con toda mi alma, pero al final cedió, como todas. Le pedí a mi hermano que escogiera a otra chica, y estuve suplicándole durante mucho tiempo, pero ni tan siquiera se inmutó y ya me avisó de que no cedería ante mis palabras.
En cuanto he visto a Carla entrar a clase a primera hora, ha sido inevitable el desear que hubiera sido ella la chica que mi hermano había elegido. Habría sido mucho más sencillo, ya que Hugo no es conocedor de toda la información que posee Carla sobre este tema, y tan solo deberíamos fingir. Y además, ella me cae de maravilla y estoy seguro de que me habría ayudado sin dudarlo ni un segundo. Es una lástima que esto esté sucediendo. Hablando de Carla, debería contarle la elección de mi hermano, y saber qué piensa respecto a esta. Miro a mi izquierda y ahí está ella, con su castaño pelo recogido en una coleta, y su ropa de tonos claros. Sin darme cuenta me quedo mirándola de un modo bastante extraño, así que cuando se da cuenta, me llama la atención.
––Eh, ¿te pasa algo? ––Me pregunta chasqueando los dedos delante de mi cara–– ¿Qué estás mirando?
––Nada, nada... ––le digo tras reaccionar–– ¿puedo hablar contigo un segundo?
Asiente con la cabeza y con una ancha sonrisa dibujada en la cara. Después de haber mantenido aquella conversación en el parque, la noto más cercana, como si la barrera abstracta que nos separaba, se hubiese destruido. Es un cambio que me gusta, si no hubiera sido así, jamás habría descubierto lo simpática que es. Antes de salir por la puerta con Carla a mi lado, lanzo una rápida mirada tras de mí, y ahí se encuentra ella, recogiendo su desordenada y abarrotada mesa. La observo guardar todos los bolígrafos en su estuche, y mi mirada pasa de sus manos, a su pelo, de su pelo, a sus ojos, y de sus ojos, a sus labios. Tiene unos labios rosados preciosos, nunca usa pintalabios, y ni falta que le hace. He de admitir que es preciosa, y eso me duele.
––¡Vamos! ––Me llama Carla la atención, ya que estoy creando un tapón impidiendo la salida del resto de los alumnos.
Salgo detrás de ella por la puerta y a continuación me pongo a su altura. Caminamos en silencio, ella dando pequeños y alegres botes de felicidad, y yo con las manos escondidas en los bolsillos de mis vaqueros. ¿A qué vendrá tanta alegría? Suele ser más calmada y distante, ¿qué pensamientos estarán navegando por su enrevesada mente? Es algo que me intriga y a la vez me desconcierta. Tras pasar un minuto, llegamos a las escaleras donde me encontró el otro día frustrado con la gente que se reía de mí.
––Aquí estamos, dispara.
––Mi hermano me ha dicho cuál es la siguiente chica ––le comento. Se cruza de brazos y me mira expectante––, y es Amelia.
––¿Amelia? ––Me pregunta incrédula, como si estuviera dudando de si había escuchado bien. Es consciente del mutuo odio que habita entre nosotros, es más, lo sabe todo el instituto. Normalmente en clase, cuando hacemos debates, acabamos llevándonos las manos al cuello. Y puede que nuestra manera de pensar, a veces coincida, pero siempre estaremos el uno contra el otro–– ¿Tu hermano te odia, o cómo?
––Es algo que me he estado planteando.
Y es cierto, ha sido una de mis conclusiones. Mi hermano me odia. O mi hermano, o el mundo, pero hay alguien a quien no le agrado, y coloquialmente, esta es su manera de transmitírmelo. Carla no conoce la historia completa, es más, solamente una persona conoce la historia. Y ese individuo es Víctor. Todo el instituto sabe que no nos podemos soportar el uno al otro. Cada vez que nos cruzamos por los pasillos, saltan chispas, y de vez en cuando la tensión que existe entre nosotros, puede ser cortada con un cuchillo. Cada vez que lo pienso, me pregunto cómo nuestra pequeña historia, pudo generar semejante odio. Fue imperceptible el momento en que acabó, es uno de los mayores enigmas que se me han planteado en mi corta vida. ¿Que sucedió? Me suelo preguntar a mí mismo. ¿Qué hice? ¿Por qué? Son otras preguntas que siguen a la primera. Cada vez que me enfrasco en ese tema, ese debate interno en el cual únicamente yo busco una solución, acabo confuso y enfadado. Confuso porque a fin de cuentas, nunca consigo encontrar una respuesta contundente, y enfadado porque no entiendo nada.
––¿Estás bien? ––Me pregunta Carla, tras un largo silencio.
––Sí, o eso creo ––pongo en duda las sensaciones que experimento en estos momentos, y mi conclusión deriva en una simple confusión.
Creo que Carla debería conocer toda la historia para poder ponerse mejor en mi piel. Aunque quizás me esté precipitando. No es que sea una historia llena de secretos y misterios, la única trama que tiene es que solamente tres personas la conocemos, y eso la convierte especial, de algún modo. La verdad es que no sé si Amelia se dedicó a contarle a sus amigos lo sucedido entre nosotros, aunque ella, sinceramente, no es una chica muy sociable, y solamente la veo con una misma chica, o sino, sola. La chica de la que suele ir acompañada es Irina, una joven repetidora que en cuarto iba a mi clase. Es bastante original, por no decir extraña. Está considerada como una chica diferente, y por ello ha sido rechazada por el instituto. Repitió no porque sacara malas notas, lo contrario, es una alumna excelente, el único problema es que ella no se sentía a gusto con su clase, pues solamente se dedicaban a insultarla por su afición al manga, en ánime, y a tintarse el pelo de coloridos tonos. Por lo tanto, sus padres tomaron la decisión de dejarla repetir curso, y los resultados fueron satisfactorios, ya que fue allí donde conoció a Amelia, y se hicieron, por así decirlo, íntimas. He de reconocer que en un principio, Irina me daba miedo, pero demostró ser una chica muy agradable, y que bajo ese estilo muy propio, se encontraba una adolescente con pensamientos normales y corrientes.
––Creo que deberías saber algo ––comienzo diciendo. Ella asiente y me mira atenta a la vez que se alisa el pelo con los dedos––. Amelia y yo no nos llevamos mal por una simple inspiración divina, es algo más complejo, de lo que ni yo mismo soy consciente. No sé si lo sabes, pero yo antes, cuando mis padres seguían juntos, vivía en otra casa. Estaba un poco alejada del centro de la ciudad, pero era un lugar cómodo. Viví allí hasta los cinco años. El caso es que en la casa de enfrente vivía una feliz pareja con tres hijos: dos chicos, y una chica. El mayor se llamaba Javier, el mediano Adrián y la pequeña, Amelia. En efecto, Amelia fue mi vecina hasta los cinco años. Sus padres y los míos fueron amigos en cuanto los de ella se mudaron enfrente de nuestra casa, cuando ellos solamente tenían a Javier y a Adrián. Nuestras madres siempre iban de compras juntas, y cada vez que quedaban para tomar algo, se quedaban hasta las tantas charlando. Nuestros padres eran compañeros de butaca, no se perdían ni un partido de fútbol, ni uno. Bueno, luego mi madre se quedó embarazada de mí, y casualmente, unas semanas más tarde, la madre de Amelia, les anunciaba la bienvenida de un nuevo compañero de hogar. Tras nueve meses transcurridos, nací yo, y dos meses después, ella. Desde el primer día, nuestras madres nos paseaban en nuestros carritos, y nos vestían a juego. Tengo un álbum lleno de fotos de nosotros de bebés. Fuimos a la misma guardería, y todas las tardes íbamos a jugar al parque. Ella era mi mejor amiga en el mundo entero, y yo el suyo, pero unos años después, mis padres se divorciaron y mi hermano y yo nos mudamos con mi madre a mi actual piso. No volvería a tener a Amelia en la acera de enfrente, ya no podría ir a merendar pan con chocolate a su casa. Ella y yo prometimos no dejar de vernos. Sonaba estúpido, ya que íbamos al mismo colegio y seguíamos viéndonos cada día, pero juramos cruzando nuestros dedos meñiques, que seguiríamos siendo los mejores amigos sobre la faz de la Tierra. Y cumplimos. Seguimos quedando todas las tardes, incluso cuando se nos presentaba casi imposible, pero conseguimos sobrevivir a aquella especie de separación. Pasaron los años, y acabamos el colegio para comenzar el instituto. Nos tocó en clases diferentes, y aquello nos entristeció a ambos, pero al menos iba en la misma que mis amigos Mario y Óscar, por lo tanto no estaba solo. Comenzamos a distanciarnos cada vez más. Ella iba haciendo sus amigos, y yo los míos. Llegamos hasta el punto de ni dirigirnos la palabra, hasta el día de hoy, donde nos dirigimos un continuo odio ––le explico finalmente––. Todavía no comprendo por qué nos distanciamos. Recuerdo que ella comenzó a mirarme mal, y a poner gestos, y creo que empecé a hacer lo mismo con ella.
––Interesante ––contesta únicamente Carla, con la mirada perdida––. Sigo sin entender por qué no dejas esta estupidez.
––Porque no sabes lo que es ser humillado hasta la saciedad por parte de tu hermano ––le explico–– prácticamente desde que nací. Necesito demostrarle que soy capaz, demostrarle que no sigo siendo el mañaco con el que puede jugar. Él mismo ha creado un monstruo, y le toca enfrentarse a su error.
viernes, 22 de febrero de 2013
30. DESTINO.
––Óliver, ¿es...? ––Me pregunta Víctor interrumpiéndose a sí mismo, esperando a que yo termine la frase.
––Sí, lo es ––Le contesto a duras penas.
No me puedo creer que esto esté sucediendo, no puedo tener más mala suerte, en serio. ¿Por qué siempre me ocurren este tipo de cosas? ¿Qué le he hecho al mundo para que me trate de esta manera? Sería fácil echarle la culpa a alguien, pero no encuentro al culpable adecuado. ¿Mi hermano? ¿Quizás yo? Lo único que sé es que Víctor no ha sido, pero si comienzo a descartar, no acabaré jamás. No suelo creer en el destino, pero sí en que a cada acción, la precede una reacción, lo que quiere decir que en algo me estoy equivocando. Eso es más sencillo de resolver. Para empezar, no debería haber tenido esa clase de estúpidos pensamientos dirigidos hacia la fama. Evocándola como la única manera de resplandecer. Qué ingenuo fui, ahora estoy pagando por todas mis malas y poco meditadas decisiones.
Llevo años y años saliéndome con la mía, siempre conseguía lo que quería, saliendo así airoso de cualquier conflicto que se me presentase. Nunca he tenido problemas a la hora de cortejar o seducir a alguna chica. Suelen caer como moscas entre mis redes de mentiras, embaucadas por mis encantos, por llamarlos de alguna manera. No sé si Hugo es consciente del problema que esto supone. Llegamos a un acuerdo de que serían todas las chicas que él me ordenase, él las escogería, y yo debía obedecerle. No solía tener quejas respecto a sus decisiones, ya que él siempre intentaba elegir a una chica agraciada y de apariencia simpática. No se molestaba en escoger ni a la más difícil, ni a la más facilona, ya que le demostré que aquello no era ninguna clase de impedimento para que yo llevara a cabo mi extraña labor.
En cuanto mi hermano me ha anunciado de quién se trataba la siguiente y última víctima, ha dado media vuelta, y comenzado a andar calle abajo, sin tan siquiera despedirse, parecía contento, ya que caminaba dando pequeños saltitos y silbando a su vez. Comprendo que él no sea consciente de lo que suponga para mí su oportuna elección, pero aún así sus ánimos me parecen exagerados y traicioneros. ¿Y si no es tan inconsciente como yo creo y lo único que quiere es divertirse un rato mientras que yo sufro? No creo, mi hermano ha demostrado estar cambiando, ya no se muestra tan ajeno a mí, y desde que salió a la luz su horrible secreto, nos hemos unido más. Es triste que eso sea así, que deban ocurrir esta serie de sucesos para que debamos reaccionar y comenzar a tratarnos como una familia. Pero los escarmientos son los que nos hacen poner los pies sobre la tierra, y aunque nos ayuden de la peor forma posible, es de la única manera en la que seremos verdaderamente conscientes de lo que estamos haciendo.
Víctor y yo comenzamos a caminar, sé que ni tan siquiera me he visto reflejado en un espejo ni en ninguna otra parte, pero en cuanto he descubierto de quién hablaba Hugo, se me ha helado la sangre y la cara se me ha puesto blanca como el alabastro. El corazón se me paró en ese mismo instante, y aunque realmente fuera una ilusión, parecieron horas lo que permanecí así. Mi amigo de oscuros cabellos ni tan siquiera me dirige la mirada, no sabe qué hacer ni qué decir, por lo que es mejor permanecer en el silencio y esconderse tras su manto. Él conoce toda la historia, cómo comenzó, y cómo acabó. Creo que es la única persona que realmente la conoce de principio a final con todos los detalles, aparte de ella y yo. Cuando llegamos a la zona donde la gente deja reposar sus bicicletas, nos paramos y apoyamos sobre la barandilla esperando a que toque el timbre que de la señal del inicio de las clases.
––¿Qué vas a hacer? ––Me pregunta dudoso.
––¿Qué crees que voy a hacer? ––Le respondo con otra pregunta mirándole directamente a los ojos–– Es tan solo un reto, un juego. Quizás hasta resulte divertido.
––Oh, no, ni se te ocurra ––suelta Víctor de repente, poniendo una mano sobre la barandilla para impulsarse––, me niego a que vuelvas a tener esa actitud. Te lo prohíbo.
Me dice esa última frase de la manera más seria posible, pero en su amago de hacerlo sonar contundente, no puedo evitar reírme de su cara de concentración. Lo siento, pero no puedo tomarle en serio cuando se pone así, es tan poco normal que parece que lo haga a propósito. Me pega un suave bofetón que me obliga a dejar de reír. Ahora parece más serio que antes, así sí que me puedo creer su pose.
Lo que teme es que vuelva a ser aquel estúpido engreído al que todo el mundo odiaba. Hubo una época en la que no tenía amigos, fue un corto periodo, pero bastante duro. Por aquellos tiempos todavía no era amigo de Víctor, y Mario y Óscar se habían ido por sus respectivos caminos, así que me veía completamente solo y abandonado, pero yo continuaba teniendo el ego a escalas fuera de lo normal. Nada más pensarlo, me entra angustia y odio hacia mí mismo. ¿Cómo pude convertirme en ese monstruo? Incluso mis andares resultaban extraños, los cuales intentando mostrar chulería, acababan pareciendo una extraña demostración de cómo camina un pato. Comencé a trabar amistad con Víctor tras pasar varios meses viviendo aquella dura etapa. Me convertí en la versión en miniatura de mi querido hermano mayor. Cada día me parecía más a él, más despreciable, más prepotente, más idiota. Pero entonces apareció Víctor, que consiguió bajarme los humos. Si no hubiera sido por él, jamás habría conseguido salir de aquel horrible personaje que yo mismo creé.
––Tranquilo, no tengo ganas de pasar por eso de nuevo... ––le confieso para tranquilizarle.
––Sin mí estarías hecho una mierda ––dice con renovado optimismo y pequeños matices de regocijo, por no decir enormes.
––Cierra el pico.
Por la puerta de la cafetería vemos salir al resto de nuestro extraño grupo. En cuanto Rebeca divisa a Víctor, sale corriendo en su dirección para darle los buenos días con un abrazo y un beso. Cuando el resto llega hasta donde nos encontramos, comienzan a ofrecerles abucheos gratuitos, pero ellos continúan. Rebeca y él llevan mucho tiempo juntos, ya ni me acuerdo de cuánto, pero estoy seguro de que lo suyo es de verdad. Rebeca es una chica preciosa. Pelo medio largo, liso y rubio, unos ojos del color del caramelo y unos hoyuelos encantadores en las mejillas que le dan aspecto de niña pequeña. Lo cierto es que no es muy alta, medirá un metro sesenta, o poco más, y Víctor es igual de alto que yo, por lo que hacen una pareja de dimensiones desconcertantes. Pero son muy tiernos, y ese dato queda en segundo lugar.
––Óli, ¿te pasa algo? ––Me pregunta Lorena torciendo el gesto para mirarme. Noto cómo sus ojos intentan analizarme, y eso me incomoda, por lo que dirijo la vista hacia una bici roja que tengo a mi derecha–– Sí, a ti te pasa algo. Cuenta.
––Vale, lo diré... ––comienzo a decir––, hoy, cuando he entrado a la cocina a desayunar, he ido a coger mis cereales favoritos, pero no quedaban.
––Eres gilipollas ––concluye Lorena sin darme opción a avisar de que era una broma, ya que sino, puede llegar a tomárselo en serio. Es muy tozuda.
Le revuelvo el pelo para llamar su atención y que el resto del día no esté picada conmigo, y como no reacciona ni tan siquiera para volver a colocarse los mechones lisos en su lugar, comienzo a hacerle cosquillas por la cintura. Se retuerce varias veces dejando escapar alguna que otra risilla, pero al final me pide que pare, y con una sonrisa y la victoria entre mis manos, comienzo a hablar con Samuel sobre un examen de Química que tenemos la semana que viene, y le pido el libro para fotocopiármelo, ya que no lo encuentro por ninguna parte.
Casi al instante toca el timbre y todo el alumnado todavía adormecido, comienza a deambular hasta hallar el lugar donde se sitúa la puerta de entrada, y a partir de ahí, empezar con su nuevo día lleno de actividades educativas y sobretodo, entretenidas, como siempre decía un profesor que tuve en el colegio. Caminamos en barrera, impidiendo el paso de nadie, hasta llegar a las escaleras que ascienden hasta el templo del saber.
Entonces es cuando la veo, bueno, veo su espalda. Se encuentra justo delante de mí, caminando en fila a la espera de poder entrar a clase. A la misma clase que yo. Ni tan siquiera se cerciora de mi presencia, y si lo ha hecho, no le da ni la menor importancia. A veces me pregunto por qué llegó a suceder todo aquello entre nosotros, y la verdad es que nunca encontré motivos, y parece ser que nunca los encontraré. Es una lástima, porque todos aquellos entrañables recuerdos, me obligan a esbozar una sonrisa. ¿Fue mi culpa? Esa es la pregunta que siempre se formula en mi cabeza de manera inconsciente, o eso es lo que quiero creer. Absorto en mis pensamientos, tropiezo sin querer haciendo que el libro que llevo entre las manos, salga volando por los aires. Escucho de fondo alguna que otra risilla, pero nadie le da mucha importancia. Nadie excepto Amelia.
––Pobre tonto... –– Dice mi próxima víctima.
viernes, 15 de febrero de 2013
29. ÚLTIMA.
– Eh, levanta, en quince minutos tenemos que salir por la puerta –sentencia alguien con brusquedad, sacudiéndome encima de mi cómoda y cálida cama–. Arrea.
Cuando consigo que Hugo desaparezca de mi habitación a base de gruñidos suplicando que me dejara en paz durante unos minutos, lentamente, poso los pies sobre el frío suelo de parqué. Busco a tientas las zapatillas que, como de costumbre, se han escondido bajo la cama. Y cuando consigo alcanzarlas, me restriego los ojos con el dorso de la mano haciendo ademán de despertarme de manera definitivamente, pero camino todavía ligeramente grogui hasta el baño, donde me encierro de un suave portazo.
No me gustan los jueves, es el día de la semana que más largo se me antoja. Es uno de los días que debo salir a las tres de la tarde en vez de a las dos, pero las asignaturas de los jueves, me resultan una manera aplastante de ir acabando la semana. Aquel que tuvo la grandísima idea de crear únicamente dos días para el fin de semana, estaba completamente enojado con el mundo. Tengo claro que si preparar aquello hubiera sido mi tarea, como mínimo, habría dejado los mismos días de descanso que lectivos, para compensar. Habría sido un buen creador del mundo.
Con gesto achinado por culpa de la penetrante luz, contemplo mi rostro reflejado en el espejo. Me echo agua en abudancia recogida entre las manos y me las llevo a la cara para avisparme. El efecto es casi inmediato. Toso un poco porque he sido lo suficientemente listo como para hacer que se me metiera agua por la nariz. Cuando ya estoy aseado, miro mi pelo. Me pregunto qué debo haber hecho para que acabe en este estado. Anoche estaba perfectamente posicionado, y ahora cada mechón va en una dirección diferente. Es algo que no me suele pasar, me levanto tal cual me acuesto. Alucinado ante el fenómeno que mis ojos presencian, saco un peine del cajón del maquillaje de mi madre, y me aliso el cabello enmarañado para darle un aspecto más humano. Cuando acabo con un resultado satisfactorio, camino por el pasillo dando pequeños saltitos, ya que llevo dos días con la misma cancioncilla en la cabeza, y no puedo evitar dejar de tararearla.
– Buenos días –saludo a mi hermano, el cual está sentado en su sitio con un bol de cereales con leche justo enfrente. Ya está dispuesto a salir por la puerta en cuando se acabe su desayuno, ya que se ha deshecho de su pijama gris para sustituirlo por unos vaqueros rojos y una camiseta de manga corta blanca. Le ofrezco un silbido piropeándole–. Qué guapo vas, estás diferente, ¿te has duchado? –Pregunto sarcásticamente. Mi hermano es un chico al que no suele importarle mucho la ropa, por eso me sorprende verle tan medianamente arreglado.
– Qué gracioso –me contesta arrugando el rostro, con odio–. Tienes una chispa... de mayor mechero.
Le río el chiste malo para que lo que comienza siendo una broma, no derive en una batalla campal entre hermanos, cosa que suele pasar continuamente. Nuestra pequeña conversación mañanera no da más de sí, cosa que no me sorprende, ya que mi hermano nunca ha sido muy charlatán y solo pronuncia palabra cuando le hacen referencia a algo o se ve obligado a abrir la boca, pero si fuera por él, jamás mantendría una conversación con nadie, y se limitaría a asentir y hacer gestos.
Una vez terminado el desayuno en súbito silencio con la maravillosa compañía de mi hermano mayor, me encamino hasta mi cuarto para cambiarme de ropa. Me decanto por unos vaqueros oscuros y una camiseta de tirantes de The Who, uno de mis grupos favoritos. Me pongo mis zapatilla rojas desgastadas por el uso y dudo en ponerme un gorro o no. Me lo pruebo colocándome justo enfrente del espejo para decidir qué hacer, pero de pronto entra Hugo sin avisar, y pego un bote, asustado.
– Date prisa que te... Tío, ¿qué haces con un gorro? –Me pregunta sin comprender nada– No sé si sabes que estamos casi en verano, y que hace un calor del copón y... Dios mío, pareces gay –concluye como si no hubiera un adjetivo que me definiera mejor.
– Pues ligo más que tú, a las señoritas les gustan los gorros –Le espeto con maldad recriminándole mi éxito. Sale de mi habitación cerrando la puerta tras de sí, sin comentar nada más. Le lanzo el gorro pero no consigue ver mi gesto.
Al final decido no ponerme el gorro, no porque mi hermano opine que parezca homosexual, ya que es algo que no me importa, sino porque tiene razón en lo de que hace demasiado calor como para ir con un gorro por la vida. Voy un momento al baño para lavarme los dientes y corro de vuelta a mi habitación para coger la mochila y el skate, ya que llegamos tarde y Víctor debe estar esperándonos abajo. Mucha paciencia debe tener para conseguir aguantar mi impuntualidad. Eso es un amigo de verdad y lo demás son tonterías.
Cuando salgo por la puerta me veo a mi hermano apoyado en la pared aparentemente esperando a que saliera de una vez. Sé que soy muy pesado, pero no puedo evitarlo. A veces. Me mira la cabeza y me muestra una media sonrisa de complicidad. ¿Cree que ha ganado? No tiene ni idea.
Salimos por la puerta, Hugo se encarga de cerrar con llave, ya que mamá y Carlos se han ido a trabajar muy temprano y nos han dejado a nosotros dos solos. Bajamos las escaleras con rapidez ya que vamos justos de tiempo, y me veo a Víctor apoyado en la puerta de nuestro portal agitando la pierna. Eso significa que está nervioso y que lleva demasiado tiempo esperando y que me va a gritar y decir cosas que no siento necesidad de escuchar. Hay veces en las que parece mi madre, y prefiero desconectar del mundo. Como hacía mi abuelo, que cada vez que no quería escuchar una conversación, como era sordo, se apagaba el aparato que le permitía estar atento a lo que ocurriese a su alrededor. Era un sabio hombre.
– Hola guapo, ¿esperas a alguien? –Digo poniendo voz de mujer, ya que como está de espaldas, no puede alcanzar a verme y se gira asustado. Cuando lo hace me propina un buen puñetazo en el brazo que, sinceramente, me ha dolido, pero continuo riéndome. Hugo sale por la puerta con desdén– Así no se trata a una mujer.
– ¿Qué mosca te ha picado hoy? Estás demasiado... Alegre –dice a medida que va pensando sus palabras–. Es por la mañana, por la mañana nadie debe estar alegre, y menos en horario lectivo.
– Es que los jueves intento tomarlos con una sonrisa, para que no sean tan pesados como la realidad quiere que sean –le explico con una media sonrisa dibujada en el rostro.
Es así. Por no llorar, prefiero sonreír, que es mucho más sencillo, y no deja marca. Todo aquello que me resulta desagradable, intento transformarlo en algo bueno, mirándolo desde otro punto de vista, para no amargarme. Hay veces en las que es inevitable deprimirse y estar triste, es más, la mayoría del tiempo parezco estar alicaído y con gesto pensativo, pero intento tener en cuenta que debo ser feliz, y sonriendo es la manera más sencilla de serlo. Es una teoría que llevo labrando desde hace un tiempo, pero que realmente, ponerlo en práctica, han sido un par de veces. El resultado es efectivo, pero es más complejo de lo que asemeja ser.
Me monto en mi viejo skate y les adelanto para que me de el aire en la cara, notar la brisa peinando mi castaño cabello. Es una grata sensación, como rozando la libertad, aunque ese es un termino evidentemente más grande y glorioso. Nos aseguran con total certeza que vivimos en libertad, siguiendo nuestros derechos los cuales deberían ser justos, pero, ¿y si esa no es la verdadera libertad? Es algo que se puede modificar a gusto de cada uno. Para alguien nadar en la playa puede significar libertad, o ir desnudo. Personalmente, lo defino como una especie de limite, meta que nosotros mismos nos forjamos. Soy un poco extraño, puedo estar tan tranquilo que de repente le comienzo a dar vueltas a cualquier cosa.
En menos de lo que me esperaba, llegamos al instituto. No llegábamos tan tarde como Hugo y Víctor creían, ya que todo el alumnado se encuentra fuera a la espera de que toque el timbre. Como me he adelantado para estar un rato solo, les espero al lado del aparcamiento. Vienen arrastrando los pies y hablando sobre temas intrascendentes. De vez en cuando uno de los dos se ríe, me gusta que se lleven tan bien. Hugo siempre dice que Víctor es como el hermano pequeño que nunca tuvo. Y ahí es cuando se supone que debo sentirme ofendido, pero realmente no me importa en absoluto.
– Venga, dime quién es la número cien –le insto, ansioso. Reconozco que estoy nervioso y claramente alterado, quizás sea la verdadera razón de mi actitud.
– Pues espérate que la busque, pero a lo mejor ni la encuentro, que aquí hay mucha gente.
Víctor y yo nos apoyamos en el capó de un coche rojo, el cual sabemos que es de David, un amigo nuestro, y seguro que no le dará la menor importancia. Observo el rostro concentrado de mi hermano, realmente está interesado en encontrar a aquella chica, le veo dirigir la mirada por todos los rincones del instituto. Nunca me pongo nervioso cuando me va a decir quién es la siguiente víctima, pero curiosamente, lo estoy. Es algo extraño, es la última vez que esto sucederá, y por un lado, incluso me da lástima. Me acuerdo cuando me asusté al preguntarle a Hugo si debía salir con todas ellas, pero me lo negó rotundamente, alegando que con que me liara con ellas, sobraba. Lo tomé en cuenta, pero apenas lo puse en práctica. Sé que soy el menos indicado para decirlo, pero no me gustan los líos de un día. Sé que con todas las chicas que he salido, lo que sentía no era totalmente verdadero, pero pasábamos buenos momentos. Es algo que solamente yo comprendo.
– A lo mejor no ha lleg...
– ¡Ahí está! –Me interrumpe abriendo los ojos como platos– ¡Ahí, esa es, sentada en las escaleras de la entrada! Pelo largo, castaño y ondulado. Está leyendo un libro o algo, y lleva una camiseta gris y unos pantalones oscuros.
Me pongo en pie, justo a su lado para poder saber de quién se trata. Víctor, interesado, se nos une, y es el primero en ver de quién se trata. Lo sé porque abre la boca diciendo 'Joder'. Yo continúo buscándola con la mirada, ya que en las escaleras siempre hay muchas gente y estamos muy lejos como para poder reconocer bien a cada uno de los que se encuentran allí. Después de varios intentos, levanta la cabeza y mira en nuestra dirección. Se me hiela la sangre al reconocer a la chica de largos cabellos castaños de la cual hablaba mi hermano. Es ella. No puede ser.
domingo, 27 de enero de 2013
28. CONFIANZA.
Su pedante obviedad no me transmite ninguna novedad. Sé que he hecho mal, pero, ¿y ahora qué más da? Solamente queda una chica, y como ya he perdido toda oportunidad de mantener una relación estable con alguien por quien sienta algo realmente, sin intervenciones de terceras personas, ya no existen pasos en falso, ahora camino sin ver por donde voy, y llevo ciego durante seis años. ¿Qué me queda por perder? Entiendo que se sienta decepcionada por mis estúpidas decisiones, ya que en el fondo pensará que soy un tipo con dos dedos de frente, pero ahora, con esta demostración, seguramente estará confusa.
– ¿No tienes nada más que decir? –le pregunto tras esperar por una respuesta durante cinco largos minutos.
– ¿Qué quieres que te diga? –me contesta con otra pregunta. Me ha vuelto a dirigir la mirada, a mitad de mi historia, comenzó a mirar hacia el horizonte, perdida, como intentando hallar una respuesta entre la maleza de arbustos del fondo del parque–. ¿Que no pasa nada? ¿Que todo el mundo olvidará tus hazañas? Me encantaría decírtelo, pero te estaría mintiendo.
Con aquellas palabras cortantes, consigue deprimirme. No me gustaría calificarla como una persona denigrante y pesimista, ya que solamente está siendo sincera, impidiendo que me adentre en una gran mentira a la que poder huir cuando todo se tornase oscuro y desesperanzador. Pero, ¿no son necesarias algunas mentiras? Pequeñas y coloquiales, a las cuales todo el mundo ha acudido en su ayuda para no ahogarse en una mala situación. "Me encantan los calcetines que me has regalado, es justo lo que quería" ó "No, ese pantalón no te hace gorda". Todo el mundo miente, veces en las que es necesario mentir, como con Papá Noel, o el Ratoncito Pérez, para mantener la inocencia y sueños de los niños pequeños, y hay veces en las que lo hacemos para sentirnos más seguros, pero mayoritariamente abundan las veces en las que las empleamos para esquivar una situación comprometedora. Quien diga que no miente, está soltando la mayor mentira de la historia.
Sé que acudir a una persona racional y emocionalmente estable como Carla, es una idea buena hasta cierto punto, porque puede saber ponerse en mi piel, y saber lo que siento, pero jamás sabrá lo que es realmente, porque ella nunca habría hecho una estupidez tan grande. Por ello me considero una persona poco inteligente en este aspecto de la vida. La mirada de pena que me ofrecen sus ojos castaños, hace que se me pare el corazón. La preocupación ha aumentado a tristeza por mi situación. Me mira afligida, apenada por lo que estoy viviendo, ¿tan alto es el grado de gravedad? Nunca le he llegado a dar mucha importancia al tema, siempre pensé que podría comenzar de nuevo. Cuando vaya a la universidad, todas mis amistades acabarán prácticamente destruidas por la distancia. Me gustaría mantener el contacto con algunos de mis amigos, con Víctor principalmente, pero nuestros planes para el futuro no son los mismos. Pretendo irme lo más lejos posible, pero he llegado a un acuerdo con mi madre, e iré a estudiar arquitectura a la universidad de Madrid. Víctor, en cambio, quiere estudiar física en Murcia, por lo que deberemos limitarnos a comunicarnos por Internet, y vernos en las vacaciones.
Hace unos años, y todavía sigo con la ilusión, planeaba irme un año a Londres a aprender inglés. El problema es que nunca me dieron la beca, y costearse aquel viaje, era demasiado para el presupuesto que había en mi casa. Pero no pienso rendirme. Este verano intentaré buscarme un trabajo, aunque sea prácticamente imposible por las condiciones de este país. Cuando comience la universidad, lucharé por esa beca, y conseguiré mi sueño de volar hasta allí. En mi familia nunca hemos tenido la suerte de poder pagarnos muchos viajes, por lo que solo he salido de España un par de veces, para ir a Italia, pero nunca he ido a otros lugares. También tengo plan de que en cuanto acabe la carrera, irme a vivir a Estados Unidos, ya que mis oportunidades de encontrar trabajo relacionado con mi especialidad, serán escasas. Puede resultar triste y vergonzoso, pero lo tengo más que asumido.
– La esperanza es lo último que se pierde, ¿no?
– Tienes razón, pero sigue siendo un error –insiste con su continua pedantería. Parece mi madre.
– Siempre puedo mirar el lado bueno. Con esta experiencia he descubierto lo que realmente quiero en una chica –le espeto poniéndome en pie–. Quiero que sea divertida, dulce, torpe, sincera y que se enfade conmigo de broma. Que no tenga miedo de contarme sus problemas, ya que todos los tenemos y yo también acudiré algún día en su ayuda. Quiero a una chica a la que poder enseñarle a tocar la guitarra, que me robe las gorras y se ponga mis camisas. Quiero... una chica que me quiera.
Por un momento, me he sentido totalmente encerrado en la soledad, creyendo que nada ni nadie podía escucharme. Son mis pensamientos, privados. He estado formando esa idea durante mucho tiempo, y ahora, se me ha escapado de entre los labios. Con las mejillas ligeramente enrojecidas, agacho la cabeza. Me da vergüenza haberle confesado lo que realmente ansío. Supongo que es un estereotipo de lo que todo chico quiere, o al menos es lo que yo pienso, pero aún así me resulta una situación embarazosa, ya que no tengo tanta confianza con Carla como para hablarle sobre mi prototipo de chica ideal. ¿Una chica que me quiera? No se me había hecho tan real hasta que lo he dicho en voz alta. Ha sido como quitarse un enorme peso de encima. Lo que quiero es a una chica que me quiera, es lo único que pido.
– Vaya, nunca pensé que en tu cabeza rondasen esa clase de pensamientos –me confiesa tras un largo suspiro–. He de admitir que ha sido muy bonito por tu parte que me hayas ofrecido este pensamiento tan personal.
– La verdad es que se me ha escapado –le comento con una media sonrisa. Ya no siento el calor en mis mejillas–, pero gracias por no reírte de mí.
Carla se pone en pie, y me comenta que en quince minutos tiene clase de piano. Desconocía su afición por la música, por lo que me muestro sorprendido e interesado por su hobby. La ha intentado ocultar, pero he podido apreciar cómo la vergüenza se apoderaba de ella, haciendo que sus mejillas se enrojecieran tanto como las mías. Me comenta que la casa de su profesora se encuentra a dos manzanas de aquí, y que puede ir sola, pero rechazo su consideración, y, como un caballero, la acompaño hasta el edificio que me indica.
Por el trayecto, nos hemos dedicado a mantener una conversación más relajada y abierta, intentando deshacernos de la tensión que se podía palpar en el ambiente cuando estábamos sentados en los columpios del parque. Ha sido una buena experiencia el poder acudir a Carla para contarle mis problemas, por el camino me dice sonriendo que siempre que necesite hablar tanto de ese tema, como de cualquier otro, que puedo acudir a ella sin dudarlo. Es una oferta que no puedo rechazar, por lo que, devolviéndole la sonrisa, la acepto y le indico que también puede hablar conmigo sobre sus problemas siempre que quiera. También le doy las gracias, por molestarse en quedar conmigo. Entre agradecimientos, palabras de ánimo y bromas, llegamos casi en un abrir y cerrar de ojos a las clases de piano de Carla. Por el camino, estaba inquieto porque no sabía cómo me iba a despedir de ella, si con dos besos, o con unas simples palabras de ''Hasta mañana'', pero el abrazo que le he dado ha sido sincero y espontáneo. Cuando me giro para caminar hasta mi casa, escucho pronunciar mi nombre.
– Óliver, te prometo que encontrarás a esa persona –me anima sonriéndome con total sinceridad–. Hoy me lo has demostrado.
domingo, 20 de enero de 2013
27. CONFESIONES.
Bajo rápidamente las escaleras del edificio. Como de costumbre, llego tarde, pero no creo que Carla sea conocedora de mi falta de previsión del tiempo a la hora de quedar. Tampoco debo preocuparme demasiado, ya que lo de dar una mala imagen es irrelevante. Principalmente ha sido la desesperación la que me ha llevado a pedirle consejo. Sé que será crítica conmigo y me dirá todo lo que me tenga que decir. Puede parecer tímida y de pocas palabras, y lo de tímida no te lo niego, pero sus palabras sinceras abundan. Me guardo el móvil en el bolsillo en cuanto llego al rellano, el cual había sacado para mirar la hora, y, a continuación, abro la puerta con cuidado.
Me asomo a ambos lados, y me encuentro a la menuda chica del castaño y lacio cabello, sentada sobre el bordillo del videoclub que se encuentra justo a la derecha de mi edificio. Como ya ha venido un par de veces para ayudarme con física y matemáticas, debe de saberse el camino con bastante soltura. Se pone en pie y me mira con cara de pocos amigos. No permite que haya llegado siete minutos tarde. Y eso que hemos quedado en la puerta de mi casa, que si quedamos en cualquier otro lugar, a lo mejor a y media salgo por la puerta.
– Perdón, perdón, estaba... estudiando –intento escabullirme a duras penas, sin éxito–, vale, me he quedado dormido.
– No pasa nada, supongo –comenta lo que parece ser un pensamiento en voz alta–. Bueno, aquí me tienes, ¿de qué quieres hablar?
– Vamos al parque de enfrente, allí te contaré.
He escogido ese lugar para hablar con ella, porque es un sitio que me inspira tranquilidad. Corre el aire fresco y cuando pongo un pie en la húmeda y verde hierba, me siento más ligero y libre. Desde que era pequeño, siempre me había gustado aquel parque, siempre iba con Mario y Óscar a jugar al fútbol y a imaginar que éramos dragones. Corriendo con los brazos extendidos, imitando con la boca los sonidos que creíamos que emitían. Otras veces que he recordado esos momentos, siempre me he visto como un niño estúpido y patético, pero ahora contemplo aquellos recuerdos con añoranza. Cómo me gustaría volver a ser un crío de siete años.
He escogido ese lugar para hablar con ella, porque es un sitio que me inspira tranquilidad. Corre el aire fresco y cuando pongo un pie en la húmeda y verde hierba, me siento más ligero y libre. Desde que era pequeño, siempre me había gustado aquel parque, siempre iba con Mario y Óscar a jugar al fútbol y a imaginar que éramos dragones. Corriendo con los brazos extendidos, imitando con la boca los sonidos que creíamos que emitían. Otras veces que he recordado esos momentos, siempre me he visto como un niño estúpido y patético, pero ahora contemplo aquellos recuerdos con añoranza. Cómo me gustaría volver a ser un crío de siete años.
Tampoco le he dicho de ir a mi casa porque en ella está mi hermano, el cual cree que me he ido a casa de Víctor. Me tiene altamente prohibido divulgar el reto, dice que sería un auténtico error, y siempre ha actuado muy seriamente con ese tema. Me costó una vida entera el que me dejara confesárselo a Víctor, prometiéndole que era mi mejor amigo, y que confiaba en él. Al final cedió, tras meses de continuas súplicas. Mi conclusión es que se hartó de mí, y me dejó contárselo. ¿Para qué marear más la perdiz?
– No hay ni un alma –comenta Carla mirando a su alrededor en busca de alguna presencia humana–, ¿estás seguro de que quieres hablar aquí?
– Sin lugar a dudas.
Nos adentramos un poco más al interior del espacio verdoso y alegre. No suele haber mucha gente a éstas horas, ya que son las cuatro y media, y los niños salen del colegio a las cinco, pero en media hora, esto estará abarrotado de mocosos que irán de aquí para allá jugando al fútbol, montando en los columpios, derrapando sobre los toboganes, y guardo la pequeña esperanza, de que alguno de ellos, juegue a ser un dragón. Si tengo un hijo, le enseñaré a jugar al dragón, y sentirse orgulloso de ello. Es más, jugaré yo con él.
Le pido a Carla que tome asiento en uno de los bancos de piedra que se encuentran justo al lado del tobogán con forma de dinosaurio. Acepta mi petición casi al instante, y en un abrir y cerrar de ojos, nos encontramos los dos sentados en los columpios, balanceándonos suavemente, mecidos por la ligera brisa veraniega. No hemos podido evitarlo. Desde que hemos llegado hasta el parque, he visto en la mirada de Carla, un brillo especial. Miraba emocionada los columpios, como si ansiara sentir el viento en la cara, y llegar a tocar las nubes con tan solo sentarse en él. No han sido necesarias las palabras, ambos deseábamos hacerlo. Y, aquí estamos.
Me mira con una sonrisa, de la cual se deshace en cuestión de segundos. Fugaz, aquella expresión es suplantada por la que estoy acostumbrado a ver cada día. A Carla en estado puro. Con gesto analizante y precavido, pone los pies sobre la arena, parando en seco. Hago lo mismo que ella para escuchar lo que tenga que decirme, aunque soy yo el que tiene que hablar. Me ha gustado conocer ese lado infantil de la madura de Carla, aunque haya durado tan poco, es satisfactorio poder decir que hice que Carla se sintiera como una niña. Como una especie de logro. ¿Será ese el efecto que provoco?
– Dispara –me pide.
Para hacer la gracia, junto las manos entrelazando los dedos meñique, anular y corazón y juntando los índices y los dedos gordos, formando así, una pistola. Giro en dirección a Carla, como si fuera mi objetivo, y realizo el sonido de una bala que acaba de salir a la velocidad de la luz, para perforar sus entrañas. No parece hacerle tanta gracia como me esperaba, es más, me mira con gesto asesino, su paciencia se está agotando rápidamente. Debo comenzar de una vez.
– Verás, no todo es lo que parece –comienzo diciendo de un modo misterioso que llama la atención de Carla–.
Empiezo a contarle toda la historia. Desde el principio. Todo aquello sobre mi primer día de instituto, que me sentía excluido, apartado, nadie me conocía, y quería ser alguien, y para ello, acudí al tipo más popular del momento. Mi hermano. Hugo tenía la respuesta que ansiaba entre sus manos, y yo fui, intrigado, a por ella. Me ofreció la idea del reto, y yo, joven e inocente crío de doce años, acepté. Me encantó toda aquella sensación de ver cómo poco a poco, pero a veces cogiendo más velocidad, la gente se aprendía mi nombre. Me reconocían. El único problema es que iba acompañado de una crítica, sobre que era demasiado pequeño para hacer lo que hacía y derivados. Era comprensible, porque ver a un mañaco liándose con tías que le sacan dos cabezas, es un poco desconcertante, pero funcionó. Al cabo de un año, todo el instituto me conocía. Algunos me saludaban por los pasillos y me daban los buenos días. Todo iba de perlas. A medida que crecía, y cobijaba más víctimas, por así decirlo, empecé a ganarme una reputación de mujeriego. Era obvio que me la estaba ganando a pulso, porque ya llevaría como unas cuarenta y cinco chicas aproximadamente. Me volví egocéntrico y chulo. Todo en mí desprendía prepotencia, incluso mis andares. Aquella actitud, llamaba la atención, y a las chicas les gustaba, pero también me hizo perder a mis amigos.
Se podría decir que era tarde cuando me di cuenta de mis errores, y ya no merecía la pena dejarlo estar y rendirse. Al menos, si lo conseguía, podría sentir la satisfacción de haber superado el reto propuesto por mi hermano, el cual me veía totalmente incapacitado para ello, como anteriormente recuerdo haber dicho. No servía ni seguir, ni acabar con toda esta historia, por lo que tomé la decisión, de continuar. ¿Qué más podía perder? Una más, una menos. Y todavía no sé de quién se trata la última chica. Es un auténtico misterio.
En cuanto termino mi larga, depresiva y estúpida historia, agacho la cabeza. Intento evitar la mirada de Carla, la cual, a medida que acababa con mi confesión, empezaba a examinarme. La verdad es que contarle todo lo ocurrido, me ha supuesto un completo alivio. Me he quitado un enorme peso de encima, pero ahora estoy esperando una respuesta, su opinión. Quiero que me diga con total sinceridad lo que opina de mi insensatez. Nos quedamos un largo intervalo de tiempo en el completo silencio. Observando cómo los niños, los cuales habían salido ya del colegio, comenzaban a llenar el frondoso parque. Ambos nos levantamos para dirigirnos a mi puerta. Cuando llegamos allí, nos sentamos en la escalera, sin pronunciar palabra.
– Has cometido un grave error –confiesa con decepción.
lunes, 14 de enero de 2013
26. VENGANZA.
– ¿Qué hay de comer? – Pregunto a la par que cierro la puerta.
Mi madre se asoma por la puerta de la cocina indicándome que está en proceso. Voy hasta mi habitación para dejar la pesada mochila sobre la cama y cambiar mi vestuario por algo más cómodo. Me desprendo de los recios vaqueros para sustituirlos por un pantalón de chandal gris. Sé que luego voy a volver a cambiarme, pero de momento prefiero ir más ligero, mientras pueda. Me dejo puesta la misma camiseta, la cual no me supone ningún problema, ya que es bastante holgada.
Paso por el baño antes de ir a la cocina para contemplar mi reflejo en el espejo. Me peino un poco con los dedos intentando que los mechones no vayan de un lado para otro sin ninguna dirección. Me peino un poco el flequillo y salgo alegremente por la puerta mientras silbo. Por el camino me encuentro a mi hermano, el cual acaba de salir de su habitación por la llamada de mi madre.
Carlos llega sobre las ocho de la noche de trabajar, algunas veces incluso más tarde. Es un importante ejecutivo de una empresa de construcción. Con la crisis, su sueldo se ha visto reducido, y su horario, ampliado, por lo que es raro verle por la casa. Eso a mi madre no le gusta un pelo, pero no tiene otra opción más que aceptar el deber de su marido. Un sueldo más en la familia, por mínimo que sea, nunca viene mal, así que no tenemos derecho a quejarnos, salvo lo mínimo.
En silencio, Hugo y yo andamos hasta la cocina, donde mi madre nos ha dejado dos platos en nuestros respectivos sitios. Ella come antes, por lo tanto en cuanto llego del instituto, nos deja los platos sobre la mesa a mi hermano y a mí, y ella se echa una siesta para recuperar las fuerzas perdidas durante el día. Ya tengo edad para calentarme mi propia comida, y aunque insista en que se deje de tareas innecesarias, ella hace caso omiso de mis réplicas.
– Lentejas, genial, como hacer poco calor... – comenta irónicamente Hugo sentándose en su sitio, con resignación.
– No te quejes – le advierto con mirada retante – , cuando no puedas decidir qué comer cuando te metan en el loquero, me cuentas.
Mi hermano suelta una larga carcajada, plenamente encantado por mi broma. Realmente no tiene tanta gracia y ni es un tema por el que bromear, pero ya me pidió que mostrase indiferencia por la tragedia que está a punto de avecinarse en su vida. Prefiere estar sus últimos días en casa, pasándolos rodeado de ignorancia, viviendo cada segundo como si no hubiese ocurrido nada. Quiere que gastemos bromas sobre su situación actual, porque opina que no merece la pena desperdiciar el poco tiempo que le queda junto a sus seres queridos. El tiempo que le queda a nuestro lado es efímero, ya que cuando sea ingresado en el centro de desintoxicación, no le permitirán salir a no ser que sea por un caso especial o por petición de los tutores legales. Como Carlos y mamá quieren que se cure cuanto antes, solo iremos a visitarles algunos fines de semana.
– Tienes razón – me confiesa señalándome con la cuchara en la mano – , sabias palabras, pequeño saltamontes.
Alcanzo el mando de la televisión, el cuál se encuentra encima del microondas, y enciendo la tele para evitar un silencio y no sentirnos solos. Como era de esperar, están dando otro capítulo repetido de Los Simpson, pero es una de esas series en las que no importa la de veces que un capítulo sea repetido, nunca te aburrirás. O al menos es ese el efecto que provoca en mí. Es una de mis series favoritas, es lo único que veo mientras como.
Hugo y yo terminamos nuestros platos prácticamente a la vez. Nos hemos comido entre los dos una barra entera de pan, cuando se trata de lentejas, consumimos más pan que otra cosa. Es una costumbre que tenemos, lo hacemos desde bien pequeños. Entre los dos recogemos y limpiamos toda la cocina. Terminamos bastante rápido y cada uno nos dirigimos hacia nuestros respectivos dormitorios.
Sumido en el silencio de una cálida, pero a la vez fría tarde de primavera, decido tumbarme entre los mullidos cojines que adornan el lugar donde me dedico a soñar situaciones prácticamente imposibles. Antes de zambullirme entre las sabanas que visten mi cama, me he encargado de alcanzar mi reproductor de música, el cuál he debido tantear entre mi abarrotado escritorio para poder encontrarlo. Puedo decir que he salido victorioso en esa lucha. Desde el placer que me otorga mi cómoda cama, me deshago de mis zapatillas a base de patadas, hasta conseguir dejarlas caer sobre la alfombra de un azul apagado bastante gastado por el tiempo.
Sueño no es la palabra que define mi estado actual. Pesadez y cansancio son términos más específicos. Estoy bastante harto de que midan con regla y lupa a mano todo aquello que hago o pienso. El precio de la fama es más alto de lo que me imaginaba, otra cosa más de la que arrepentirse. Dicen que aprendemos de nuestros errores, pero tengo la sensación de que vivo en un constante error. Mis pensamientos de crío de doce años son completamente diferentes a los que pasan ahora por mi cabeza. En términos medios, he madurado, pero nadie lo diría.
Durante mi abatimiento de emociones anteriores, he creído reconocer un ápice de ansias de venganza. Quiero devolvérsela, quiero dejarla en ridículo, puede sonar poco ético, pero mi enfado solamente me hace desearle dolor. ¿Cómo podría hacerle daño? Ella me quiere todavía, estaba clarísimamente dispuesta a arreglar lo nuestro, pero yo me aproveché de la situación, utilizando como excusa su engaño. ¿Pero qué digo? Debería dejarlo estar, olvidarme de ella, es agua pasada. Una más, ¿no? Y ahora que lo pienso, es la penúltima, queda una. La verdad es que después de todo, creo que me sentiré satisfecho, porque habré superado el reto propuesto por mi hermano, el cual, en su momento me veía completamente incapacitado para el trabajo. Se podría decir que es para restregárselo por la cara, y puede sonar bastante patético viendo la situación en la que se encuentra, pero la satisfacción que sentiría sería indescriptible. Sería una forma de devolverle todas las jugarretas. ¿Me habrá creado algún tipo de trauma?
En ese mismo instante, recuerdo que no he informado a Hugo de la nueva ruptura. Estoy ansioso por ver su cara de sorpresa, sé que aunque no lo dijera del todo, estaba completamente convencido de que me rajaría. Quizás lo fuera a hacer, pero la tortilla ha dado la vuelta. Me toca jugar a mí.
Me pongo enérgicamente en pie sin volver a ponerme las zapatillas, y, descalzo, camino hasta el cuarto de mi hermano al cual encuentro escuchando música con el móvil entre las manos. Como parece ser que no se ha percatado de mi llegada, me acerco hasta su cama, y de un manotazo lanzo su móvil el cual cae entre las sábanas de su cama deshecha, y de un tirón le arranco los auriculares de las orejas. Se queja por el gesto frotándose las orejas y enseñándome su dedo corazón.
– ¿Pero tú de qué vas, capullo? – Pregunta buscando con el gesto torcido su móvil.
– Se me ha olvidado decirte que ya he roto con Alicia – le anuncio entusiasmado esperando su reacción. Lo que esperaba encontrar no se parece en nada a lo que ha sucedido. Su gesto en vez de tornarse sorprendido, se encuentra compungido. Noto cómo la tristeza recorre todas las facciones de su rostro cansado. Sus ojos azules se ven más pequeños con ese gesto. Rápidamente se deshace de él, pero el verdadero gesto de sorpresa ha sido el mío–. ¿Qué te pasa? ¿No te alegras? Ah, ya sé, es porque creías que no la iba a dejar.
– Sí... eso. – Alega con miedo, siendo aparentemente precavido con sus palabras para no mostrar emociones erróneas.
– Bueno, dime quien es la número cien.
– ¡Ah, cierto! – Dice con renovada energía. No comprendo a qué ha venido esa reacción tan afligida, que es impropia en él. – Pues verás, como no me acuerdo muy bien del nombre y a lo mejor hay muchas que se llaman así, mañana voy al instituto contigo y te diré de quién se trata.
Corrobora colocándose de nuevo los auriculares en los oídos, poniéndole fin a nuestra corta y ligeramente extraña conversación. Antes de entornar la puerta de su cuarto, echo una última mirada a este. Observo cuidadosamente a mi hermano, el cual al creer que me he marchado, se ha incorporado, ha puesto los pies sobre el suelo sin ponerse en pie, e hincando los codos en su regazo, ha escondido el rostro entre sus manos. Pronuncia unos murmullos inaudibles los cuales soy incapaz de entender.
jueves, 10 de enero de 2013
25. MADUREZ.
Ahora que lo pienso, mi invitación parece dar a entender otra situación, pero prefiero pasarlo por alto, ya que Carla, tras titubear pensativa, ha aceptado. No tengo ni idea de si percibía algún matiz de ahogamiento en mi voz, ya que necesito contárselo a alguien más. Y eso es algo extraño, ya que mi misión siempre había sido ocultarlo. La presión me ha hecho cambiar esa opinión, y espero que esta tarde a las cinco, que es cuando he quedado con ella en la puerta de mi casa, pueda deshacerme de una vez de aquel nudo que se apodera de mi garganta en estos mismos momentos.
En vez de ir andando o en coche, me he visto obligado a montar en autobús, ya que estoy demasiado cansado como para andar hasta mi casa, y mi hermano me había avisado de que no podría ir a por mí, ya que le habían quitado las llaves del coche como castigo, aquel impedimento me ha obligado a tener que sentarme por la zona de la mitad del autobús, pegarme al asiento vacío al costado de la ventana, y apoyar las piernas en el asiento de adelante, adoptando una postura cómoda, pero peligrosa para mi columna.
No ha sido tan buena idea como esperaba, si lo hubiera pensado más de dos veces, ni tan siquiera habría puesto un pie en las escaleras del bus. A medida que el alumnado se adentra al interior del vehículo, sentándose junto a amigos, riendo y comentando las hazañas de este nuevo día, comienzo a darme cuenta que la gran mayoría de los presentes, me lanzan miradas rápidas con un torpe disimulo. Esto es lo que creía estar evitando el resto del día, pero veo que no es más que el principio. ¿La gente no se cansa de hablar de la vida de los demás? ¿No les basta con la suya? Estoy harto, y no pienso aguantar un día más así, mi paciencia tiene un límite, y ahora mismo está siendo rozado.
– ¿Puedo sentarme? – Si no fuera porque tengo un oído muy agudo, jamás habría podido escuchar aquella voz tan suave y frágil, asemejada a un suspiro. Miro de quién se trata, y es una pequeña chica de primero que mira repentinamente al suelo en cuanto le dirijo la mirada, avergonzada. ¿Por qué los pequeños nos tienen tanto miedo? En un momento fuimos como ellos. La pequeña niña rubia y de ojos marrones alza lentamente la mirada esperando una respuesta.
– Claro. – Afirmo quitando mi mochila del asiento de al lado para dejarle sitio. La niña mira fijamente hacia delante, como si los asientos fueran un mundo maravilloso repleto de aventuras.
Por el rabillo del ojo, consigo ver a la chica de cortos cabellos dorados, que continúa en su misión de no parpadear. Me causa curiosidad, me gustaría que entablara una conversación, no creo que una niña tan tímida como ella, me espetara todo lo que he hecho. A veces la inocencia es necesaria. De pronto escucho un mugido. Alguien de la parte de detrás del autobús se entretiene imitando los sonidos de una vaca. No quiero girarme, porque sé que si lo hago, perderé la compostura y no podré recuperarla. El resto del autobús ríe las gracias del susodicho. Cuando llevamos medio trayecto, el bromista continúa incitándome a ponerme en pie, ir hasta allí, y propinarle un puñetazo.
– Tengo hambre, ¿no tenéis AliOli? – Pregunta con sarcasmo, con otra nueva e ingeniosa estupidez que me hace apretar los puños. – Ah, no, que se ha acabado.
Me agarro al cabezal de mi propio asiento, clavando mis cortas uñas en él. El chico que se encuentra detrás de mí, me mira asustado, pero no le doy la menor importancia. Me estoy planteando seriamente el levantarme e ir hasta el graciosillo de turno para dejarle las cosas claras. No será tan gracioso cuando lleve el ojo morado. Pongo una rodilla en el asiento y me impulso ligeramente hacia arriba para poder observar a mi nuevo mejor amigo.
– No lo hagas. – Dice de pronto la pequeña niña de ojos marrones retirando la mano que había colocado en mi puño.
Me sorprende tanto su reacción, que me resbalo hasta sentarme en mi asiento. La miro perplejo, ya que pensé que jamás me dirijiría la palabra, por miedo, vergüenza, o vete tú a saber. La niña me observa con gesto prudente, como si aquí fuera ella la madre y yo el hijo. Es bastante vergonzoso imaginarse dicha comparación, pero es lo primero que se me ha venido a la cabeza. La pequeña comienza a explicarse con toda su decencia.
– Cuánto más caso les hagas, más seguirán. – Comienza diciendo– Lo que ellos buscan es que te cabrees. Demuestra que no te importa, y al final pararán.
Que una niña de primero te ofrezca enseñanzas morales, es ligeramente triste y patético, pero no he dudado ni un segundo en rechazar su ayuda. Tiene toda la razón, lo que buscan es enfadarme, así que no debo darles ni por un momento aquello que buscan, ellos ganaría, y yo acabaría siendo perdedor de esta relevante batalla. Ahora solo me queda maldecirle en is adentros.
– Vaya, gracias. – Digo todavía con asombro. – Por cierto, ¿cómo te llamas?
– Lisa. – Me responde con una pequeña sonrisa. – Si quieres hablo con él.
Creo que eso ya es ser extremista, pero me conmueve que esta niña a la que prácticamente no conozco, me ofrezca sus consejos y su ayuda. Faltan personas como ella en este mundo, la solidaridad resulta escasa en estos tiempos. No quiero que hable con un tipo que pueda pegarle una paliza por ese simple hecho, nadie debe pelar mis luchas, no sería nada justo. Y entre que jamás dejaría que una cría me defendiera, principalmente porque sería muy bochornoso, y en que debo dejarlo estar, su petición debo rechazarla.
– No, ni se te ocurra.
– Es mi hermano – confiesa de pronto – , es un idiota que se ríe hasta de las piedras, no te preocupes por él, es solo un niñato.
El autobús para de repente, y todas la gente se pone en pie para luchar por salir de este infierno. Alerto a Lisa de cuándo debe salir, y detrás de ella voy yo. Cuando bajamos caminamos juntos por la acera. ¿Debería darme vergüenza? Porque no siento nada de eso. Cuando me avisa de que el edificio por el que acabamos de pasar es suyo, me despido de ella con un gesto de la mano.
– Adiós, Lisa, y gracias por todo. – Le agradezco sinceramente. La segunda persona de este día que me apoya por encima de todo. Voy en racha.
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