Bajo rápidamente las escaleras del edificio. Como de costumbre, llego tarde, pero no creo que Carla sea conocedora de mi falta de previsión del tiempo a la hora de quedar. Tampoco debo preocuparme demasiado, ya que lo de dar una mala imagen es irrelevante. Principalmente ha sido la desesperación la que me ha llevado a pedirle consejo. Sé que será crítica conmigo y me dirá todo lo que me tenga que decir. Puede parecer tímida y de pocas palabras, y lo de tímida no te lo niego, pero sus palabras sinceras abundan. Me guardo el móvil en el bolsillo en cuanto llego al rellano, el cual había sacado para mirar la hora, y, a continuación, abro la puerta con cuidado.
Me asomo a ambos lados, y me encuentro a la menuda chica del castaño y lacio cabello, sentada sobre el bordillo del videoclub que se encuentra justo a la derecha de mi edificio. Como ya ha venido un par de veces para ayudarme con física y matemáticas, debe de saberse el camino con bastante soltura. Se pone en pie y me mira con cara de pocos amigos. No permite que haya llegado siete minutos tarde. Y eso que hemos quedado en la puerta de mi casa, que si quedamos en cualquier otro lugar, a lo mejor a y media salgo por la puerta.
– Perdón, perdón, estaba... estudiando –intento escabullirme a duras penas, sin éxito–, vale, me he quedado dormido.
– No pasa nada, supongo –comenta lo que parece ser un pensamiento en voz alta–. Bueno, aquí me tienes, ¿de qué quieres hablar?
– Vamos al parque de enfrente, allí te contaré.
He escogido ese lugar para hablar con ella, porque es un sitio que me inspira tranquilidad. Corre el aire fresco y cuando pongo un pie en la húmeda y verde hierba, me siento más ligero y libre. Desde que era pequeño, siempre me había gustado aquel parque, siempre iba con Mario y Óscar a jugar al fútbol y a imaginar que éramos dragones. Corriendo con los brazos extendidos, imitando con la boca los sonidos que creíamos que emitían. Otras veces que he recordado esos momentos, siempre me he visto como un niño estúpido y patético, pero ahora contemplo aquellos recuerdos con añoranza. Cómo me gustaría volver a ser un crío de siete años.
He escogido ese lugar para hablar con ella, porque es un sitio que me inspira tranquilidad. Corre el aire fresco y cuando pongo un pie en la húmeda y verde hierba, me siento más ligero y libre. Desde que era pequeño, siempre me había gustado aquel parque, siempre iba con Mario y Óscar a jugar al fútbol y a imaginar que éramos dragones. Corriendo con los brazos extendidos, imitando con la boca los sonidos que creíamos que emitían. Otras veces que he recordado esos momentos, siempre me he visto como un niño estúpido y patético, pero ahora contemplo aquellos recuerdos con añoranza. Cómo me gustaría volver a ser un crío de siete años.
Tampoco le he dicho de ir a mi casa porque en ella está mi hermano, el cual cree que me he ido a casa de Víctor. Me tiene altamente prohibido divulgar el reto, dice que sería un auténtico error, y siempre ha actuado muy seriamente con ese tema. Me costó una vida entera el que me dejara confesárselo a Víctor, prometiéndole que era mi mejor amigo, y que confiaba en él. Al final cedió, tras meses de continuas súplicas. Mi conclusión es que se hartó de mí, y me dejó contárselo. ¿Para qué marear más la perdiz?
– No hay ni un alma –comenta Carla mirando a su alrededor en busca de alguna presencia humana–, ¿estás seguro de que quieres hablar aquí?
– Sin lugar a dudas.
Nos adentramos un poco más al interior del espacio verdoso y alegre. No suele haber mucha gente a éstas horas, ya que son las cuatro y media, y los niños salen del colegio a las cinco, pero en media hora, esto estará abarrotado de mocosos que irán de aquí para allá jugando al fútbol, montando en los columpios, derrapando sobre los toboganes, y guardo la pequeña esperanza, de que alguno de ellos, juegue a ser un dragón. Si tengo un hijo, le enseñaré a jugar al dragón, y sentirse orgulloso de ello. Es más, jugaré yo con él.
Le pido a Carla que tome asiento en uno de los bancos de piedra que se encuentran justo al lado del tobogán con forma de dinosaurio. Acepta mi petición casi al instante, y en un abrir y cerrar de ojos, nos encontramos los dos sentados en los columpios, balanceándonos suavemente, mecidos por la ligera brisa veraniega. No hemos podido evitarlo. Desde que hemos llegado hasta el parque, he visto en la mirada de Carla, un brillo especial. Miraba emocionada los columpios, como si ansiara sentir el viento en la cara, y llegar a tocar las nubes con tan solo sentarse en él. No han sido necesarias las palabras, ambos deseábamos hacerlo. Y, aquí estamos.
Me mira con una sonrisa, de la cual se deshace en cuestión de segundos. Fugaz, aquella expresión es suplantada por la que estoy acostumbrado a ver cada día. A Carla en estado puro. Con gesto analizante y precavido, pone los pies sobre la arena, parando en seco. Hago lo mismo que ella para escuchar lo que tenga que decirme, aunque soy yo el que tiene que hablar. Me ha gustado conocer ese lado infantil de la madura de Carla, aunque haya durado tan poco, es satisfactorio poder decir que hice que Carla se sintiera como una niña. Como una especie de logro. ¿Será ese el efecto que provoco?
– Dispara –me pide.
Para hacer la gracia, junto las manos entrelazando los dedos meñique, anular y corazón y juntando los índices y los dedos gordos, formando así, una pistola. Giro en dirección a Carla, como si fuera mi objetivo, y realizo el sonido de una bala que acaba de salir a la velocidad de la luz, para perforar sus entrañas. No parece hacerle tanta gracia como me esperaba, es más, me mira con gesto asesino, su paciencia se está agotando rápidamente. Debo comenzar de una vez.
– Verás, no todo es lo que parece –comienzo diciendo de un modo misterioso que llama la atención de Carla–.
Empiezo a contarle toda la historia. Desde el principio. Todo aquello sobre mi primer día de instituto, que me sentía excluido, apartado, nadie me conocía, y quería ser alguien, y para ello, acudí al tipo más popular del momento. Mi hermano. Hugo tenía la respuesta que ansiaba entre sus manos, y yo fui, intrigado, a por ella. Me ofreció la idea del reto, y yo, joven e inocente crío de doce años, acepté. Me encantó toda aquella sensación de ver cómo poco a poco, pero a veces cogiendo más velocidad, la gente se aprendía mi nombre. Me reconocían. El único problema es que iba acompañado de una crítica, sobre que era demasiado pequeño para hacer lo que hacía y derivados. Era comprensible, porque ver a un mañaco liándose con tías que le sacan dos cabezas, es un poco desconcertante, pero funcionó. Al cabo de un año, todo el instituto me conocía. Algunos me saludaban por los pasillos y me daban los buenos días. Todo iba de perlas. A medida que crecía, y cobijaba más víctimas, por así decirlo, empecé a ganarme una reputación de mujeriego. Era obvio que me la estaba ganando a pulso, porque ya llevaría como unas cuarenta y cinco chicas aproximadamente. Me volví egocéntrico y chulo. Todo en mí desprendía prepotencia, incluso mis andares. Aquella actitud, llamaba la atención, y a las chicas les gustaba, pero también me hizo perder a mis amigos.
Se podría decir que era tarde cuando me di cuenta de mis errores, y ya no merecía la pena dejarlo estar y rendirse. Al menos, si lo conseguía, podría sentir la satisfacción de haber superado el reto propuesto por mi hermano, el cual me veía totalmente incapacitado para ello, como anteriormente recuerdo haber dicho. No servía ni seguir, ni acabar con toda esta historia, por lo que tomé la decisión, de continuar. ¿Qué más podía perder? Una más, una menos. Y todavía no sé de quién se trata la última chica. Es un auténtico misterio.
En cuanto termino mi larga, depresiva y estúpida historia, agacho la cabeza. Intento evitar la mirada de Carla, la cual, a medida que acababa con mi confesión, empezaba a examinarme. La verdad es que contarle todo lo ocurrido, me ha supuesto un completo alivio. Me he quitado un enorme peso de encima, pero ahora estoy esperando una respuesta, su opinión. Quiero que me diga con total sinceridad lo que opina de mi insensatez. Nos quedamos un largo intervalo de tiempo en el completo silencio. Observando cómo los niños, los cuales habían salido ya del colegio, comenzaban a llenar el frondoso parque. Ambos nos levantamos para dirigirnos a mi puerta. Cuando llegamos allí, nos sentamos en la escalera, sin pronunciar palabra.
– Has cometido un grave error –confiesa con decepción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario