Su pedante obviedad no me transmite ninguna novedad. Sé que he hecho mal, pero, ¿y ahora qué más da? Solamente queda una chica, y como ya he perdido toda oportunidad de mantener una relación estable con alguien por quien sienta algo realmente, sin intervenciones de terceras personas, ya no existen pasos en falso, ahora camino sin ver por donde voy, y llevo ciego durante seis años. ¿Qué me queda por perder? Entiendo que se sienta decepcionada por mis estúpidas decisiones, ya que en el fondo pensará que soy un tipo con dos dedos de frente, pero ahora, con esta demostración, seguramente estará confusa.
– ¿No tienes nada más que decir? –le pregunto tras esperar por una respuesta durante cinco largos minutos.
– ¿Qué quieres que te diga? –me contesta con otra pregunta. Me ha vuelto a dirigir la mirada, a mitad de mi historia, comenzó a mirar hacia el horizonte, perdida, como intentando hallar una respuesta entre la maleza de arbustos del fondo del parque–. ¿Que no pasa nada? ¿Que todo el mundo olvidará tus hazañas? Me encantaría decírtelo, pero te estaría mintiendo.
Con aquellas palabras cortantes, consigue deprimirme. No me gustaría calificarla como una persona denigrante y pesimista, ya que solamente está siendo sincera, impidiendo que me adentre en una gran mentira a la que poder huir cuando todo se tornase oscuro y desesperanzador. Pero, ¿no son necesarias algunas mentiras? Pequeñas y coloquiales, a las cuales todo el mundo ha acudido en su ayuda para no ahogarse en una mala situación. "Me encantan los calcetines que me has regalado, es justo lo que quería" ó "No, ese pantalón no te hace gorda". Todo el mundo miente, veces en las que es necesario mentir, como con Papá Noel, o el Ratoncito Pérez, para mantener la inocencia y sueños de los niños pequeños, y hay veces en las que lo hacemos para sentirnos más seguros, pero mayoritariamente abundan las veces en las que las empleamos para esquivar una situación comprometedora. Quien diga que no miente, está soltando la mayor mentira de la historia.
Sé que acudir a una persona racional y emocionalmente estable como Carla, es una idea buena hasta cierto punto, porque puede saber ponerse en mi piel, y saber lo que siento, pero jamás sabrá lo que es realmente, porque ella nunca habría hecho una estupidez tan grande. Por ello me considero una persona poco inteligente en este aspecto de la vida. La mirada de pena que me ofrecen sus ojos castaños, hace que se me pare el corazón. La preocupación ha aumentado a tristeza por mi situación. Me mira afligida, apenada por lo que estoy viviendo, ¿tan alto es el grado de gravedad? Nunca le he llegado a dar mucha importancia al tema, siempre pensé que podría comenzar de nuevo. Cuando vaya a la universidad, todas mis amistades acabarán prácticamente destruidas por la distancia. Me gustaría mantener el contacto con algunos de mis amigos, con Víctor principalmente, pero nuestros planes para el futuro no son los mismos. Pretendo irme lo más lejos posible, pero he llegado a un acuerdo con mi madre, e iré a estudiar arquitectura a la universidad de Madrid. Víctor, en cambio, quiere estudiar física en Murcia, por lo que deberemos limitarnos a comunicarnos por Internet, y vernos en las vacaciones.
Hace unos años, y todavía sigo con la ilusión, planeaba irme un año a Londres a aprender inglés. El problema es que nunca me dieron la beca, y costearse aquel viaje, era demasiado para el presupuesto que había en mi casa. Pero no pienso rendirme. Este verano intentaré buscarme un trabajo, aunque sea prácticamente imposible por las condiciones de este país. Cuando comience la universidad, lucharé por esa beca, y conseguiré mi sueño de volar hasta allí. En mi familia nunca hemos tenido la suerte de poder pagarnos muchos viajes, por lo que solo he salido de España un par de veces, para ir a Italia, pero nunca he ido a otros lugares. También tengo plan de que en cuanto acabe la carrera, irme a vivir a Estados Unidos, ya que mis oportunidades de encontrar trabajo relacionado con mi especialidad, serán escasas. Puede resultar triste y vergonzoso, pero lo tengo más que asumido.
– La esperanza es lo último que se pierde, ¿no?
– Tienes razón, pero sigue siendo un error –insiste con su continua pedantería. Parece mi madre.
– Siempre puedo mirar el lado bueno. Con esta experiencia he descubierto lo que realmente quiero en una chica –le espeto poniéndome en pie–. Quiero que sea divertida, dulce, torpe, sincera y que se enfade conmigo de broma. Que no tenga miedo de contarme sus problemas, ya que todos los tenemos y yo también acudiré algún día en su ayuda. Quiero a una chica a la que poder enseñarle a tocar la guitarra, que me robe las gorras y se ponga mis camisas. Quiero... una chica que me quiera.
Por un momento, me he sentido totalmente encerrado en la soledad, creyendo que nada ni nadie podía escucharme. Son mis pensamientos, privados. He estado formando esa idea durante mucho tiempo, y ahora, se me ha escapado de entre los labios. Con las mejillas ligeramente enrojecidas, agacho la cabeza. Me da vergüenza haberle confesado lo que realmente ansío. Supongo que es un estereotipo de lo que todo chico quiere, o al menos es lo que yo pienso, pero aún así me resulta una situación embarazosa, ya que no tengo tanta confianza con Carla como para hablarle sobre mi prototipo de chica ideal. ¿Una chica que me quiera? No se me había hecho tan real hasta que lo he dicho en voz alta. Ha sido como quitarse un enorme peso de encima. Lo que quiero es a una chica que me quiera, es lo único que pido.
– Vaya, nunca pensé que en tu cabeza rondasen esa clase de pensamientos –me confiesa tras un largo suspiro–. He de admitir que ha sido muy bonito por tu parte que me hayas ofrecido este pensamiento tan personal.
– La verdad es que se me ha escapado –le comento con una media sonrisa. Ya no siento el calor en mis mejillas–, pero gracias por no reírte de mí.
Carla se pone en pie, y me comenta que en quince minutos tiene clase de piano. Desconocía su afición por la música, por lo que me muestro sorprendido e interesado por su hobby. La ha intentado ocultar, pero he podido apreciar cómo la vergüenza se apoderaba de ella, haciendo que sus mejillas se enrojecieran tanto como las mías. Me comenta que la casa de su profesora se encuentra a dos manzanas de aquí, y que puede ir sola, pero rechazo su consideración, y, como un caballero, la acompaño hasta el edificio que me indica.
Por el trayecto, nos hemos dedicado a mantener una conversación más relajada y abierta, intentando deshacernos de la tensión que se podía palpar en el ambiente cuando estábamos sentados en los columpios del parque. Ha sido una buena experiencia el poder acudir a Carla para contarle mis problemas, por el camino me dice sonriendo que siempre que necesite hablar tanto de ese tema, como de cualquier otro, que puedo acudir a ella sin dudarlo. Es una oferta que no puedo rechazar, por lo que, devolviéndole la sonrisa, la acepto y le indico que también puede hablar conmigo sobre sus problemas siempre que quiera. También le doy las gracias, por molestarse en quedar conmigo. Entre agradecimientos, palabras de ánimo y bromas, llegamos casi en un abrir y cerrar de ojos a las clases de piano de Carla. Por el camino, estaba inquieto porque no sabía cómo me iba a despedir de ella, si con dos besos, o con unas simples palabras de ''Hasta mañana'', pero el abrazo que le he dado ha sido sincero y espontáneo. Cuando me giro para caminar hasta mi casa, escucho pronunciar mi nombre.
– Óliver, te prometo que encontrarás a esa persona –me anima sonriéndome con total sinceridad–. Hoy me lo has demostrado.