lunes, 14 de enero de 2013

26. VENGANZA.


– ¿Qué hay de comer? – Pregunto a la par que cierro la puerta.
Mi madre se asoma por la puerta de la cocina indicándome que está en proceso. Voy hasta mi habitación para dejar la pesada mochila sobre la cama y cambiar mi vestuario por algo más cómodo. Me desprendo de los recios vaqueros para sustituirlos por un pantalón de chandal gris. Sé que luego voy a volver a cambiarme, pero de momento prefiero ir más ligero, mientras pueda. Me dejo puesta la misma camiseta, la cual no me supone ningún problema, ya que es bastante holgada.
Paso por el baño antes de ir a la cocina para contemplar mi reflejo en el espejo. Me peino un poco con los dedos intentando que los mechones no vayan de un lado para otro sin ninguna dirección. Me peino un poco el flequillo y salgo alegremente por la puerta mientras silbo. Por el camino me encuentro a mi hermano, el cual acaba de salir de su habitación por la llamada de mi madre.
Carlos llega sobre las ocho de la noche de trabajar, algunas veces incluso más tarde. Es un importante ejecutivo de una empresa de construcción. Con la crisis, su sueldo se ha visto reducido, y su horario, ampliado, por lo que es raro verle por la casa. Eso a mi madre no le gusta un pelo, pero no tiene otra opción más que aceptar el deber de su marido. Un sueldo más en la familia, por mínimo que sea, nunca viene mal, así que no tenemos derecho a quejarnos, salvo lo mínimo.
En silencio, Hugo y yo andamos hasta la cocina, donde mi madre nos ha dejado dos platos en nuestros respectivos sitios. Ella come antes, por lo tanto en cuanto llego del instituto, nos deja los platos sobre la mesa a mi hermano y a mí, y ella se echa una siesta para recuperar las fuerzas perdidas durante el día. Ya tengo edad para calentarme mi propia comida, y aunque insista en que se deje de tareas innecesarias, ella hace caso omiso de mis réplicas.
– Lentejas, genial, como hacer poco calor... – comenta irónicamente Hugo sentándose en su sitio, con resignación.
– No te quejes – le advierto con mirada retante – , cuando no puedas decidir qué comer cuando te metan en el loquero, me cuentas.
Mi hermano suelta una larga carcajada, plenamente encantado por mi broma. Realmente no tiene tanta gracia y ni es un tema por el que bromear, pero ya me pidió que mostrase indiferencia por la tragedia que está a punto de avecinarse en su vida. Prefiere estar sus últimos días en casa, pasándolos rodeado de ignorancia, viviendo cada segundo como si no hubiese ocurrido nada. Quiere que gastemos bromas sobre su situación actual, porque opina que no merece la pena desperdiciar el poco tiempo que le queda junto a sus seres queridos. El tiempo que le queda a nuestro lado es efímero, ya que cuando sea ingresado en el centro de desintoxicación, no le permitirán salir a no ser que sea por un caso especial o por petición de los tutores legales. Como Carlos y mamá quieren que se cure cuanto antes, solo iremos a visitarles algunos fines de semana.
– Tienes razón – me confiesa señalándome con la cuchara en la mano – , sabias palabras, pequeño saltamontes.
Alcanzo el mando de la televisión, el cuál se encuentra encima del microondas, y enciendo la tele para evitar un silencio y no sentirnos solos. Como era de esperar, están dando otro capítulo repetido de Los Simpson, pero es una de esas series en las que no importa la de veces que un capítulo sea repetido, nunca te aburrirás. O al menos es ese el efecto que provoca en mí. Es una de mis series favoritas, es lo único que veo mientras como.
Hugo y yo terminamos nuestros platos prácticamente a la vez. Nos hemos comido entre los dos una barra entera de pan, cuando se trata de lentejas, consumimos más pan que otra cosa. Es una costumbre que tenemos, lo hacemos desde bien pequeños. Entre los dos recogemos y limpiamos toda la cocina. Terminamos bastante rápido y cada uno nos dirigimos hacia nuestros respectivos dormitorios.
Sumido en el silencio de una cálida, pero a la vez fría tarde de primavera, decido tumbarme entre los mullidos cojines que adornan el lugar donde me dedico a soñar situaciones prácticamente imposibles. Antes de zambullirme entre las sabanas que visten mi cama, me he encargado de alcanzar mi reproductor de música, el cuál he debido tantear entre mi abarrotado escritorio para poder encontrarlo. Puedo decir que he salido victorioso en esa lucha. Desde el placer que me otorga mi cómoda cama, me deshago de mis zapatillas a base de patadas, hasta conseguir dejarlas caer sobre la alfombra de un azul apagado bastante gastado por el tiempo.
Sueño no es la palabra que define mi estado actual. Pesadez y cansancio son términos más específicos. Estoy bastante harto de que midan con regla y lupa a mano todo aquello que hago o pienso. El precio de la fama es más alto de lo que me imaginaba, otra cosa más de la que arrepentirse. Dicen que aprendemos de nuestros errores, pero tengo la sensación de que vivo en un constante error. Mis pensamientos de crío de doce años son completamente diferentes a los que pasan ahora por mi cabeza. En términos medios, he madurado, pero nadie lo diría.
Durante mi abatimiento de emociones anteriores, he creído reconocer un ápice de ansias de venganza. Quiero devolvérsela, quiero dejarla en ridículo, puede sonar poco ético, pero mi enfado solamente me hace desearle dolor. ¿Cómo podría hacerle daño? Ella me quiere todavía, estaba clarísimamente dispuesta a arreglar lo nuestro, pero yo me aproveché de la situación, utilizando como excusa su engaño. ¿Pero qué digo? Debería dejarlo estar, olvidarme de ella, es agua pasada. Una más, ¿no? Y ahora que lo pienso, es la penúltima, queda una. La verdad es que después de todo, creo que me sentiré satisfecho, porque habré superado el reto propuesto por mi hermano, el cual, en su momento me veía completamente incapacitado para el trabajo. Se podría decir que es para restregárselo por la cara, y puede sonar bastante patético viendo la situación en la que se encuentra, pero la satisfacción que sentiría sería indescriptible. Sería una forma de devolverle todas las jugarretas. ¿Me habrá creado algún tipo de trauma?
En ese mismo instante, recuerdo que no he informado a Hugo de la nueva ruptura. Estoy ansioso por ver su cara de sorpresa, sé que aunque no lo dijera del todo, estaba completamente convencido de que me rajaría. Quizás lo fuera a hacer, pero la tortilla ha dado la vuelta. Me toca jugar a mí.
Me pongo enérgicamente en pie sin volver a ponerme las zapatillas, y, descalzo, camino hasta el cuarto de mi hermano al cual encuentro escuchando música con el móvil entre las manos. Como parece ser que no se ha percatado de mi llegada, me acerco hasta su cama, y de un manotazo lanzo su móvil el cual cae entre las sábanas de su cama deshecha, y de un tirón le arranco los auriculares de las orejas. Se queja por el gesto frotándose las orejas y enseñándome su dedo corazón.
– ¿Pero tú de qué vas, capullo? – Pregunta buscando con el gesto torcido su móvil.
– Se me ha olvidado decirte que ya he roto con Alicia – le anuncio entusiasmado esperando su reacción. Lo que esperaba encontrar no se parece en nada a lo que ha sucedido. Su gesto en vez de tornarse sorprendido, se encuentra compungido. Noto cómo la tristeza recorre todas las facciones de su rostro cansado. Sus ojos azules se ven más pequeños con ese gesto. Rápidamente se deshace de él, pero el verdadero gesto de sorpresa ha sido el mío–. ¿Qué te pasa? ¿No te alegras? Ah, ya sé, es porque creías que no la iba a dejar.
– Sí... eso. – Alega con miedo, siendo aparentemente precavido con sus palabras para no mostrar emociones erróneas.
– Bueno, dime quien es la número cien.
– ¡Ah, cierto! – Dice con renovada energía. No comprendo a qué ha venido esa reacción tan afligida, que es impropia en él. – Pues verás, como no me acuerdo muy bien del nombre y a lo mejor hay muchas que se llaman así, mañana voy al instituto contigo y te diré de quién se trata.
Corrobora colocándose de nuevo los auriculares en los oídos, poniéndole fin a nuestra corta y ligeramente extraña conversación. Antes de entornar la puerta de su cuarto, echo una última mirada a este. Observo cuidadosamente a mi hermano, el cual al creer que me he marchado, se ha incorporado, ha puesto los pies sobre el suelo sin ponerse en pie, e hincando los codos en su regazo, ha escondido el rostro entre sus manos. Pronuncia unos murmullos inaudibles los cuales soy incapaz de entender.

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